El 4 de mayo cumpliría 77
años uno de los principales cronistas del México de la segunda mitad del siglo
20 y el inicio del siglo 21: Carlos Monsiváis. Tenía inquietudes literarias y
poéticas -relata su amigo Sergio Pitol-, pero la vida en México entre los años
de 1950 y 1960 terminó atrapándolo en el periodismo cultural, el ensayo y la
crónica.
Con un estilo prolijo,
apretado, podía reunir en un párrafo elementos de crítica económica, teoría
política, historia, sociología, cultura popular y un fino toque de sarcasmo.
No había fenómeno
socio-cultural que le fuera indiferente y su don de la ubicuidad se volvió
legendario.
En 1987, la presentación de
su libro Entrada libre, crónicas de la sociedad que se organiza, causó un
tumulto en la librería El Sótano, al sur de la Ciudad de México. El salón
resultó insuficiente y Monsiváis aceptó la petición de la multitud, que cargó
el estrado hasta el amplio estacionamiento para transformar éste en improvisado
auditorio al aire libre.
Hacia finales del siglo 20
publicó Los rituales del caos, ensayo-crónica que analiza la ciudad de México
como punto de convergencia demencial del México urbano posmoderno: “El reposo
de los citadinos se llama tumulto”.
“De golpe parece que todos
los automóviles de la tierra se concentrasen en un punto para avanzar sin
avanzar, mientras el embotellamiento es ya segunda naturaleza del ser humano,
es el afán de llegar tarde y a buen paso al Juicio Final, es la prisión en
crujías móviles, es el cubículo donde se estudia la radio, universidad del
aquietamiento”…
“La élite se resigna, da por
concluido su libre disfrute de las ciudades y se adentra en los ghettos del
privilegio”…
También pasa revista a
diversos fenómenos culturales generados por artistas comerciales: “En el
estudio de televisión, gracias a la magia de las pistas, las estrellas
juveniles fingen cantar mientras, debido a los placeres de la autohipnosis, los
asistentes fingen delirar, y merced al hechizo de la automatización, el
conductor (animador) (comunicador) finge recibir con júbilo a la voz
privilegiada que, a su vez, finge haber recibido clases de vocalización. Y en
la transmisión remota el sortilegio se acrecienta”…
El espectáculo boxístico,
cuando el campeón mexicano enfrenta a un extranjero y el país vuelve a ser, por
un instante, la Nación: “Si hay locura, valió la pena venir y uno desquita la
entrada legalizando el motín de los sentidos. Se grita para tener la garganta
en forma y ser el sparring del alboroto propio”…
Monsiváis desmenuza el imaginario
colectivo que mantiene viva la veneración del Niño Fidencio, la Semana Santa en
Iztapalapa, las peregrinaciones para pedir ayuda a los brujos de Catemaco o
para cumplirle a La Guadalupana, con la omnipresencia del gran tótem, la TV.
“Dos potencias de fin de siglo se encuentran y se unen en el lapso breve que
antes llamaban, a falta de siglas y abreviaturas, eternidad. En la tele, la
multitud pertenece al espectáculo de un modo que jamás prohijarán los templos”…
También está el furor masivo
por el Mundial de Futbol, los sonideros y los salones de baile. Y es que
incluso la marginalidad pronto se vuelve multitudinaria (Tianguis del Chopo).
Sin embargo, en los espectáculos no caben todos y sólo algunos tendrán el
privilegio de estar en el concierto del cantante del momento. Es la sociedad
segregada en la que todos pueden abrazar el nacionalismo kitch de los
calendarios con cromos de Jesús Helguera, pero pocos tendrán el goce de recibir
los elogios pagados en la revista Hola.
Es el México que transita hacia
un nuevo siglo y hacia un terreno confuso, atiborrado, siempre al borde del
colapso o el estallido.
Monsiváis explica: “El caos
al que aluden estas crónicas se vincula, básicamente, a una de las
caracterizaciones más constantes de la vida mexicana, la que señala su ‘feroz
desorden’. [Pero] la descripción más justa de lo que ocurre equilibra la falta
aparente de sentido con la imposición altanera de límites. Y en el caos se
inicia el perfeccionamiento del orden.
“En el centro, el consumo.
En el mundo de las grandes supersticiones contemporáneas, la compra y el anhelo
de compra se han convertido en el don para reflejarse en el espejo del
prestigio íntimo, y, en el juego donde las imágenes son lo esencial, lo que se
alaba es la creencia en el consumo (de fe, de atmósferas privilegiadas, de
sensaciones únicas, de productos básicos y superfluos, de shows)”… La
adquisición es “olvido instantáneo de lo adquirido”…
Y como complemento
inevitable: el espectáculo.
Releer a Carlos Monsiváis
ayuda a descorrer el velo y desnudar el andamiaje detrás del espectáculo
montado por artistas, televisoras, partidos políticos, gobiernos, élites
sociales; refresca la mirada, el entendimiento de lo aparentemente confuso,
impenetrable, la identificación de correas de transmisión impuestas por el
poder y asimiladas por los demás.
“Hoy se extingue la utopía
de los pocos-pero-representativos […] Ahora la legitimidad es asunto de
números, en la estadística suelen hallar los enterados la validez de una
creencia y lo que no se multiplica traiciona la razón de ser del mundo
contemporáneo”…
A pesar del sarcasmo ácido,
Monsiváis daba espacio a la esperanza colectiva: “La diversión genuina escapa
de los controles, descree de las bendiciones del consumo, no imagina detrás de
cada show los altares consagrados del orden. La diversión genuina (ironía,
humor, relajo) es la demostración más tangible de que, pese a todo, algunos de
los rituales del caos pueden ser también una fuerza liberadora”.
Hoy, seguramente Monsiváis
estaría documentando esta fuerza en las calles y en las redes sociales.
[Gerardo Moncada]
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