“De
una vez y por lo venidero, deben saber los súbditos que nacieron para callar y
obedecer y no para discutir y opinar en los asuntos de gobierno”, advirtió el
virrey Marqués de Croix tras aplacar en forma sangrienta las protestas por la
expulsión de los jesuitas de la Nueva España, en la segunda mitad del siglo
XVII. Esta idea autoritaria ha prevalecido hasta el presente, sostenida por
gobiernos que oscilan entre el paternalismo y la represión. Y en ese espacio,
que va de la dádiva al garrote, se mueve la sociedad civil –no necesariamente
organizada- reclamando sus derechos.
En
su estudio “¿Ciudadanía emergente o exclusión? Movimientos sociales y ONGs en
los años noventa” (Revista Mexicana de Sociología, UNAM, 4-1994), Elizabeth
Jelin analiza la dinámica social durante el último tercio del siglo XX, en un
escenario de ruptura, de transformación política y de resistencia.
Jelin
señala que el surgimiento de nuevos movimientos sociales en ese periodo fue
resultado de las políticas de ajuste y reestructuración económica que
pulverizaron a la justicia social y a la equidad como argumentos dominantes en
la vida institucional. Este cambio generó polarización social y expulsó del
escenario político a los excluidos económicos, de los cuales una parte dirigió
sus esfuerzos a actuar en su propio entorno (de marginalidad, de violencia o de
resistencia comunitaria) y otra parte tomó el camino de la protesta.
La
socióloga añade que cuando los excluidos reclaman un espacio adoptan un
discurso que suele ser calificado de “violento”, porque expresa el estado
conflictivo de las relaciones sociales y pretende –mediante una forma de hablar
extrema- participar en la definición del escenario sociopolítico que no oye
otros discursos. Es un grito para que el poder escuche, para que acepte la
existencia e identidad del interlocutor, que es la voz de un actor colectivo.
Cuando esto ocurre, cuando es escuchado y reconocido, el discurso se transforma
en lenguaje de negociación.
Ya
sea con lenguaje violento o de negociación, el Estado se ha visto desafiado por
grupos y movimientos sociales identificados por criterios regionales,
lingüísticos, religiosos, étnicos, de género o estilo de vida, que en su
reclamo de un espacio buscan el apoyo de la población. Esto ha conformado
múltiples niveles y escenarios para los procesos sociales y para la acción
pública, con patrones complejos de interacción entre ellos.
Tales
actores y movimientos sociales son fundamentales para la dinámica democrática
ya que, por un lado, constituyen sistemas de reconocimiento social que expresan
identidades colectivas y, por otro lado, actúan como intermediarios políticos
no partidistas que llevan a la esfera pública las necesidades y demandas de las
voces no articuladas, y las vinculan con los aparatos del Estado. De esta
manera, abren nuevos espacios institucionales a la participación ciudadana.
Complementan
estas actividades la intermediación de las redes de organizaciones no
gubernamentales (ONG) y movimientos de solidaridad, la denuncia de los medios
de comunicación independientes y las presiones internacionales, las cuales han
conformado un amplio espectro de manifestaciones sociales con capacidad para
influir sobre los Estados.
Esta
acción colectiva ha llevado a muchas de las protestas y de los movimientos
sociales a transformarse en organizaciones más formales, hasta constituir el
llamado Tercer Sector (diferente del Estado y del mercado), donde algunas
agrupaciones actúan como intermediarias entre los desposeídos y el poder, y
otras como compensadoras de lo que el Estado no provee. En ocasiones, estos
grupos impulsan movimientos democratizadores; en otras, reproducen las
relaciones paternalistas, populistas o autoritarias entre clases subordinadas y
el poder. Cabe una distinción más: hay organizaciones que buscan insertarse en
las estructuras de poder y otras que eligen no negociar, aunque esto signifique
permanecer al margen.
En
ese espectro se mueve hoy la sociedad civil, en una dinámica de resistencia,
entre la exclusión y la incidencia.
[Gerardo
Moncada]