Se
suele afirmar que la sociedad civil debe actuar al margen de la política.
Incluso se le atribuye una connotación negativa a las actividades ciudadanas
que irrumpen en este campo al señalar que sus demandas “se han politizado”,
como si con ello perdieran legitimidad. Sin embargo, esta aseveración carece de
fundamento político e incluso histórico, como demuestra Benjamín Arditi en su
estudio Trayectoria y potencial político de la idea de sociedad civil.
Varios
analistas sostienen que la vida social y política está basada en una permanente
tensión, donde un actor clave es la sociedad civil. Jacques Ranciére, por
ejemplo, afirma que la polémica y el desacuerdo están en la base de nuestra
existencia política: toda comunidad está fundada en torno a un litigio que es
puesto en escena de maneras diferentes en distintas épocas.
El
aspecto más fino de este desacuerdo tiene que ver con la interpretación de los
términos. Es el caso del concepto de “sociedad civil”, actualmente citada por
todos pero en sentidos muy distintos. Ante el auge de los movimientos sociales
en las últimas décadas del siglo XX, algunos exaltaron a la sociedad civil al
considerarla reserva moral de la política, un ámbito innovador, no corrupto,
capaz de rescatar a la política de sus vicios; otros la menospreciaron,
calificándola como espacio residual de la política, ámbito para la acción
colectiva light.
Para
dilucidar este desacuerdo, Arditi nos recuerda que en el siglo XVII ya se
describía a la sociedad civil en términos políticos. Thomas Hobbes y John Locke
la ubicaron en el origen mismo del orden político: como la expresión de los
individuos que acordaron voluntariamente unirse para evitar la anarquía,
fundando un gobierno capaz de resolver las controversias o los conflictos entre
los ciudadanos.
Un
siglo después, Federico Hegel ubicó a la sociedad civil en un ámbito intermedio
entre la familia y la más alta expresión del Estado, ya que el filósofo
consideraba a la sociedad civil como una forma de Estado inferior, por las
características de sus demandas: buscar satisfacer necesidades, principalmente
económicas, y solucionar disputas mediante leyes o el uso de la fuerza pública.
En
cambio, el economista Adam Smith equiparaba a la sociedad con el mercado y la
consideraba una instancia de coordinación colectiva para armonizar intereses
contrapuestos. En este sentido, Adam Ferguson fue más lejos al equiparar a la
sociedad civil con la sociedad civilizada y señalarla como clave del progreso.
En
el siglo XIX, Carlos Marx siguió la línea anterior al ubicar a la sociedad
civil en el ámbito de las relaciones económicas y como base del Estado, en la
medida en que éste era dependiente de la economía.
Una
diferenciación cualitativa surgió con John Stuart Mill que distinguió lo
público (acciones que afectan a terceros) de lo privado (aquellas que sólo
afectan a quienes las ejecutan). De esta manera propuso salvaguardar la
libertad del individuo ante las acciones del gobierno o de “la tiranía de la
mayoría”, es decir, de la opinión pública. Con esta distinción, la sociedad
civil pasó al terreno neutral de los intercambios no políticos entre
particulares, al margen del Estado y de su sistema político. Esta concepción
derivaba del pensamiento liberal, que proponía separar la esfera estatal de la
social para dejar esta última bajo las reglas del mercado.
Tal
viraje conceptual tuvo una explicación histórica: en los siglos XVII y XVIII
las clases emergentes reivindicaron la esencia política de la sociedad civil
como estrategia en su lucha contra el absolutismo monárquico, pero a mediados
del siglo XIX la burguesía ya había consolidado sus posiciones y ya no requería
ese argumento, además de que observaba la peligrosa agitación de las masas
excluidas de los beneficios de la Revolución Industrial.
Fue
hasta el último tercio del siglo XX que la sociedad civil se redefinió como un
ámbito de acción política, con organización autónoma, al margen del Estado o de
algún partido, en el cual diversos sectores de la sociedad luchan por
conquistar o recuperar espacios de operación. Así surgieron organizaciones de
barrios, estudiantiles, religiosas, de obreros, de campesinos, de mujeres;
incluso los defensores de derechos humanos comenzaron a realizar una labor
eminentemente política. La sociedad civil se convirtió en el campo de la
movilización colectiva y adquirió una influencia creciente en el debate
público.
Su
empuje abrió espacios políticos a nuevos actores y creó condiciones para
cambios institucionales. El escenario se pobló con múltiples reivindicaciones,
expresión de una sociedad multicultural que demostraba su capacidad de
negociación política.
Hoy,
los movimientos sociales, los grupos de interés organizados y las ONG
(organizaciones no gubernamentales) dan forma a una sociedad civil que busca
participar en la continua recreación del orden colectivo, interviniendo en la
esfera pública, criticando o impulsando tanto proyectos legislativos como
políticas públicas.
Su
labor llega a afectar los intereses de los poderes establecidos, los cuales
suelen reaccionar con fuerza e incluso con violencia. La historia, sin embargo,
ha demostrado que la sociedad civil organizada es una pieza clave para el
avance de las sociedades contemporáneas.
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